[Ilustración x Juan Maffeo]
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En cada una de las culturas desarrolladas a lo largo de la Historia de nuestro mundo, desde el Brahmanismo hasta el folklore alemán pasando por nuestros pueblos originarios, existen las figuras de las Tres Mujeres.
La Doncella, la Madre y la Anciana son también las diosas lunares, las edades de la sabiduría femenina y las tres brujas de Shakespeare. Sus voces están cargadas de mensaje, hablan sólo para que la palabra genere acción y comandan una magia imposible de comprender en nuestras ciudades cableadas e insomnes.
Stefan Zweig conocía estas historias, y las mujeres de sus relatos suelen encarnar algún aspecto de esas miradas sobre lo femenino, cuando no los tres. Pero leer a Zweig en su faceta narrativa siempre me hace enojar, me molesta, me perturba su mirada sobre lo femenino, porque las mujeres de sus historias (que se devoran como chipá caliente porque son puro chisme, novela turca y culebrón) suelen mostrarse reprimidas y culposas, personajes que en el momento en el que ceden a sus pasiones mueren, enloquecen, son chantajeadas o manipuladas hasta volverse invisibles.
Pero esperen, contexto obliga (y dando por sentado lo obvio): Zweig es una de las figuras literarias más importantes del S. XX y su pluma indiscutiblemente perfecta es una de las más reconocidas. Escribió en las primeras décadas del siglo y quizás lo que me enoja de su ficción sea la persistencia en el tiempo de ciertos relatos, y más aún, su reflejo en una realidad actual con cientos de femicidios anuales, misoginia en crecimiento y fortalecimiento político del patriarcado, en la que ser mujer o disidencia es riesgoso. ¿Estaba Stefan poniendo el dedo en una llaga incómoda con estas temáticas? ¿Sería hoy un aliado? Me río pensándome a su lado y preguntándole por qué Irene volvió con el marido de esa manera o por qué Mathilde no se chapa al Barón si el marido la deja sola con el nene en las vacaciones. Irene y Mathilde son arquetipos de la mujer victimizada por una sociedad que parece ser hoy tan patriarcal como ayer. Ah, pero ella, la tercera en discordia, la Mujer de la Carta, la desconocida en “Carta de una desconocida” … Con ella Stefan se luce y la deja en el primer lugar de mi podio personal, muy por encima de Mathilde en “Ardiente secreto” y de la pobre Irene en “Miedo”. La Mujer de la Carta logra vengar póstumamente la dignidad de Mathilde y la integridad de Irene con un golpe maestro digno de cuento de hadas ruso: ya muerta ella su extensa misiva a un escritor que nunca la registró parece darle cierre al sufrimiento de las otras dos mujeres de Zweig. De las tres novelas que leí, “Carta…” es la que me dejó pensando que tal vez todo lo que me perturba de Zweig, de su mirada patriarcal sobre el amor y el deseo, podría ser lo que cala más hondo en mi propia vida. Y si es así, si tuvo esa intención de explorar lo más rancio de los mandatos culturales para después regalarnos el desahogo de esa Mujer sin nombre, entonces Zweig es un escritor que te hace los cinco toques de Kill Bill y caés al quinto paso, o al tercer libro. Chapeau, Stefan. La Mujer desconocida es la Doncella, la Madre y la Anciana que en su inmensa sabiduría (que la hermana Muerte tanto le trae) va a sacudir al pobre tipo que tanto amó obsesiva y dependientemente. Ella sí me gusta, Stefan, la novia de una noche, fantasmagórica y vengativa, que no se va sin decir todo lo que quiere de puño, letra, sangre y lágrimas.
Y es que yo fui todas esas mujeres, fui una adolescente Irene, culposa y reprimida, acatando el deseo de un varón que sólo se veía a sí mismo y cuando hubo una oportunidad de ser observada salí corriendo a confesarme. O una joven Mathilde llevando a cuestas toda la pesadez de las parejas que, si bien prefería mantener lejos físicamente, cargaba a cuestas con lo más pesado de esos vínculos, muchas veces haciéndome cargo de sus “niños internos”. Y sí, también fui ella, también perseguí a Matías por las calles de San Telmo y me quedé en frente a la casa de su abuela horas esperando que saliera para verle los rulos de lejos, también me dediqué noches enteras a mis 14 años a tomar vino Uvita del cartón porque así lo tomaba él; pero si me hice hincha de San Telmo porque él jugaba en las inferiores y para mis 15 pedí la camiseta, ¿cómo no amarla a ella, que en su locura de fan aprendió a amar en silencio, sola y desde lejos como un personaje de Sofía Coppola al borde del desquicie?
“Muchas veces tenemos por amor lo que es verdadera desgracia”, decía el Bardo en Macbeth y me gustaría presenciar una conversación entre Zweig y Shakespeare sobre cuánto nos apresa la idea del amor versus la experiencia del amor, qué papel juegan las instituciones sociales en la generación de la culpa y ¿por qué es tan difícil sostener la pasión? Y vuelvo a Shakespeare porque de él es la culpa de que a mis 15, leyendo “Romeo y Julieta” (y viendo la película, claro) pensara que el amor era sacrificio, muerte y destrucción, veneno y perderse tanto en un otro que, mimetizada completamente, yo ya era ese chico que amaba, yo ya era ese otro que deseaba. Faltarían años para volver a ver la película y ya no querer ser Julieta, sino Mercutio travestido cantando “Los corazones jóvenes corren libres, sé leal a vos mismo, no seas tonto si ese amor no te ama”. Y dando una vuelta de tuerca pienso que quizás porque vivimos buscándonos en otros pensando que hay otro ser que debe completarnos es que la única idea de amor que quisiera reivindicar hoy es la del amor propio, y a riesgo de ser la señora egoísta y mala onda, me animaré a decir que no hay posibilidad de pleno disfrute, si no es primero con una.
Vivimos en un momento en el que es (casi) obligatorio tener un vínculo formal, sexo afectivo, romántico y me pregunto si no sería una opción posible desdramatizar la idea de la soledad y, si nos interesa vincularnos, que sea desde el amor propio primero, las complicaciones pueden venir después. Les dejo esta idea no probada: si hay amor propio, no hay pasión equivocada, ¿cómo lo ves, Stefan?
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Nad Rivero es egresada de Cine & TV, especializada en Dirección de Arte y trabaja en el medio audiovisual. En el pasado, trabajó como periodista de rock para blogs y medios, en distribuidoras de discos y managereando músicos a comienzos de los 2000. Es fotógrafa y durante los últimos años se dedicó a divulgar literatura, música y cine en RRSS. Nació en Montevideo y vive en Saavedra con su pareja y su perro. Boxea desde los 16, ama los libros y odia el fascismo.