[Ilustración x Max Amici]
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¿Se dejaría sacar el apéndice por un peluquero? Si tiene en cuenta que comparte con un cirujano el menaje de instrumentos (“los filos”), la idea no es tan descabellada. Hasta el siglo XVIII, peluquero y cirujano eran apenas dos versiones de un mismo oficio: con el avance de la medicina, el estudio de la anatomía interna distinguió el salón del quirófano. En el fenomenal ensayo La filosofía de las barbas, el misterioso Thomas S. Gowing, un inglés del que no se tiene más referencia biográfica que aquella que lo ubica dando conferencias sobre barbas en el siglo XIX, dice que ningún rasgo humano ha estado más sujeto a los cambiantes humores de la moda que la barba. Sin ánimo de discutir, iría más lejos: nada es más volátil que el pelo en su totalidad, el de las caras, las cabezas o los cuerpos. Aunque sean diferentes (en una vista microscópica, el pelo de la barba se ve como un cilindro achatado que se angosta hacia el extremo y se enrula más fácil), ninguna parte corporal que sea tan resiliente, porque se corta y vuelve a crecer, o categórica, porque se va y ya no vuelve, provocó más incertezas y dudas en la cabeza humana: una auténtica histeria del pelo.
“El cuidado del pelo y del cuerpo eran indistinguibles”, escribe el profesor Kurt Stenn en Hair, su libro capilar, una historia del cabello en la vida humana. En el concilio católico del año 1215, los líderes de la Iglesia prohibieron a los monjes el uso de bisturíes y tijeras y así desmantelaron una orden carolingia de cuatrocientos años atrás en la cual se disponía que los monasterios y las catedrales debían tener salitas de quirófanos anexadas a sus edificios. Durante cuatro siglos, los monjes sacaban sangre, colocaban enemas, extraían dientes podridos, extirpaban pústulas pero, ociosos la mayor parte del tiempo, más que nada: cortaban el pelo. La disposición papal diferenció el aliño del cuerpo del cuidado del alma y ese expertise se transfirió al oficio de los barberos-cirujanos, que removían pelos encarnados y cortaban por afuera y por adentro. Es que el cabello, como en el héroe de Historia del pelo, la comedia fúnebre de Alan Pauls, es una obsesión porque uno tiene pelo de más, pelo para regalar o porque lo anhela como se anhela al Mesías.
Cuando los humanos perdimos el vello corporal (eso sucedió hace miles de años aunque alguno todavía deba soportar la pulla en la playa: “¡Viniste con el pulóver puesto!”), nos apropiamos del pelo y la piel de otros mamíferos para cubrirnos y con el tiempo encontramos usos distintos para el pelo animal, más allá del abrigo. “El pelo, debido a sus propiedades únicas, modeló la evolución humana, la comunicación social, la historia, la industria, la economía, las ciencias forenses y el arte”, resume Stenn. No exagera: ahí donde un crimen pueda resolverse por el infinito caudal genético de algo tan delgado como un cabello, la Historia hizo del pelo (o su negación) un símbolo poderoso: a Juana de Arco la raparon antes de quemarla en la hoguera, lo mismo que a los reyes franceses al ajusticiarlos.
“Empecé a preguntarme si la importancia simbólica de la guillotina durante la Revolución Francesa no estaría en que acababa de tajo con el reinado de las pelucas”, escribió el ensayista mexicano Luigi Amara en su Historia descabellada de la peluca. Mamífera y artificial, la peluca viene a suplantar aquello que escasea o no luce según las expectativas que se tengan. Si en el artificio está el vicio, ¿por qué tanta obsesión con el pelo? La referencia al Mesías no es caprichosa: para religiones enteras, el pelo es sinónimo de perdición o sabiduría, según quién y cómo lo porte. Durante el luto, los persas se afeitan; en el matrimonio, las mujeres judías ya no muestran el cabello; con un peine siempre a mano, los mahometanos cuidan sus barbas con fervor sagrado (y se dice que los antiguos mosqueteros, de tan coquetos, dormían con la cara envuelta en una caja de cartón para proteger los pelos y evitar que se arruguen).
“Como suele ocurrir con frecuencia, lo que los hombres estaban buscando tan intensamente la naturaleza lo había puesto justo debajo de sus narices”, escribe Gowing y propone una explicación metafísica para el monotema (tal vez el cabello aporte alguna certeza entre los damnificados por la masculinidad menguante). Por oposición, el pelo es emblema de rebeldía: los hijos se lo dejaron largo en los tiempos de los padres afeitados y ahora, con padres melenudos, los pibitos se rasuran la cabeza en degradé con peluqueros dominicanos que replican los cortes de traperos o futbolistas. No es ocioso pensar que el cuidado del pelo, tan falsamente acusado de frívolo, haya tenido más influencia en el progreso humano de lo que se cree porque, al decir de Keith Richards, un guarro que se dejó el pelo largo en la época en que las nucas debían estar descubiertas, “el pelo es una de esas menudencias en las que nadie piensa pero que cambian culturas enteras”.
Riza el rizo
“No pasa día sin que piense en el pelo. Cortárselo mucho, cortárselo rápido, dejárselo crecer, no cortárselo más, raparse, afeitarse la cabeza para siempre. No hay solución definitiva. Está condenado a ocuparse del asunto una y otra vez. Así, esclavo del pelo, quién sabe, hasta reventar. Pero incluso entonces. ¿O no ha leído que…? ¿No les crece el pelo también a…? ¿O eran las uñas?”. En las primeras líneas de su Historia del pelo, Pauls devela una obsesión que nos acompaña hasta la muerte por su abundancia, su carencia o su grisura. El pelo crece por desórdenes hormonales y cae por estrés o se vuelve completamente blanco ante un trauma: en su cuento “Un descenso en el Maelström”, Edgar Allan Poe describe el encanecimiento súbito del marinero que es sorprendido por un huracán en medio del mar y que, ante el susto, ve mutar su cabello al color de la sábana de un fantasma: “No hizo falta más que un día para transformar mis cabellos negros en canas, debilitar mis miembros y destrozar mis nervios”.
Se dice que no hay parte del cuerpo humano dotada de mayor significado simbólico que el pelo, ni siquiera la piel: en el intento inútil de las mujeres negras por alisar sus melenas afro se esconde un síndrome de Estocolmo (solamente el cabello lacio de las rubias es digno de apreciación) y en la decisión de conservar los rulos hay una decisión de soberanía capilar, una declaración política de autoafirmación. En el uso de las pelucas se esconde el afán por cubrir lo desplumado o por parecer otro, “la fascinación por el cuerpo expandido, la misteriosa alquimia entre el rostro y su marco desorbitado”, como dice Amara: “Contar con una excrecencia nueva y modelable, con un apéndice semiótico”. El pelo en cualquier parte del cuerpo, y últimamente más que nada en el rostro, epítome de la masculinidad aun caricaturizada, transmite ideas de hombría y permanencia (en el lampiño hay “una falta consciente de dignidad varonil y de contento además de una condición física, moral e intelectual baja”, se lee en La filosofía de las barbas). Según Gowing, “mientras que el pelo de la cabeza usualmente cae a medida que se envejece, el de la barba, por el contrario, continúa creciendo y, en el último período de la vida, se espesa”. ¡Ay del viejo lampiño, cordero sacrificial del meme que lo condena a la mimesis con una señora lesbiana!
El pelo comunica: en la China de principios del siglo XX, los intentos de modernización del gobierno obligaron a los ciudadanos a cortarse las coletas tradicionales, esas que agitaban debajo de los sombreros-plato tal como se dibujaban en las aventuras de Tintín. Avergonzados por la afrenta, y en defensa de un estilo capilar que consideraban inequívocamente atado a su cultura, muchos hombres se mataron. Sucede que la interpretación de aquello que el pelo nos dice involucra una larga trenza (perdón) de supuestos culturales, históricos y ambientales. El experto Stenn enumera: “¿Cómo puede alguien calcular, y mucho menos saber con certeza, que las rubias son más divertidas? ¿Seguirían siendo tan divertidas en una sociedad que valore la belleza del cabello negro? O las pestañas: nuestra cultura las admira largas y curvas, ¿pero cuándo una pestaña es demasiado larga para ser sexy? Y las barbas: ¿en qué punto pasan de distinguidas a desaliñadas? Y el color de pelo: ¿cuándo las canas denotan experiencia y sabiduría y cuándo implican vejez e irrelevancia?”.
Vale más que la propia barba (algo que se dice de un hombre bueno): a lo largo del siglo XX, la civilización occidental condenó el uso de la barba pero mantuvo el bigote, al punto de que las fuerzas policiales de muchos países, inclusive este, prohibieron el uso de la barba entre sus hombres pero permitieron el mostacho (lo que dio origen al mítico “bigote de comisario”). Recién en la década del 60, la barba volvió como sinónimo de contracultura, en rebelión a los afeites al ras de los padres, tan combativos del cabello insurgente que se rasuraban dos veces al día para que ni siquiera asomara la sombra en las mejillas; en los 80, el pelo facial desapareció otra vez; y regresó con el siglo XXI como emblema de los jóvenes urbanos que lo adoptaron, junto con los tatuajes, los pantalones ajustados y nuevos consumos culturales, por ejemplo la música indie o el café de especialidad, para representar su lugar en la tabla periódica generacional. El pelo (su cultivo y su negación) permite trazar la línea de capilaridad entre hippies-yuppies-hipsters.
No es una novedad pos-posmoderna: hace más de cuatro mil años, en La epopeya de Gilgamesh, la primera obra narrativa de la que se tengan noticias, la diosa Anruru creó a Enkidu, un hombre que denotaba su salvajismo como guerrero al estar cubierto de pelo, “como el pelo de una mujer”. La ferocidad derivaba de su hirsutismo, tan apretado como el de un animal salvaje. Y en la Biblia, así como en las películas de Sábados de súper acción donde el televidente aprendía de heroísmo admirando las cabriolas de Victor Mature, el forzudo Sansón perdía toda su fuerza por la traición artera de Dalila (la fabulosa brunette Hedy Lamarr) que lo abordaba mientras dormía… y le cortaba el pelo.
Donde hay pelo hay alegría
Si es cierto que el pelo transmite mensajes sobre la salud, el vigor y la sexualidad, los regímenes más perversos de la historia también lo usaron para negar la noción de humanidad. Es la ley del pelo. Antes de ser incinerada en 1431, a Juana de Arco la raparon a cero y lo mismo le hicieron a la adúltera Ana Bolena, segunda esposa del rey inglés Enrique VIII, que en 1536 fue despojada de su melena castaña justo antes de ser decapitada por infiel. El horror es más cercano: en 1945, cuando las tropas rusas liberaron el campo de concentración de Auschwitz, los soldados encontraron siete toneladas de pelo humano que los nazis habían afeitado de sus prisioneros (la elipsis histórica cierra con la conclusión monstruosa: ese pelo se vendió de a kilo a una empresa textil que fabricaba abrigos).
Para el que nada tiene, el pelo es su riqueza (“su oro, su lingote”, escribe Pauls, él mismo una rareza: lacio y rubio pero peludo). En el mercado general del pelo, dos hermanas albinas cultivarán su cabello lacio y pálido tal como se crían animales en un feed lot para alimentar las extensiones rubias de una estrella de la televisión y la industria cosmética encontrará un filón inesperado en un país del fin de mundo, en el que a pesar de su penuria económica endémica se venden tinturas rubias más que en ningún otro sitio: una observación simplona confirmará que el anhelo de la mujer promedio es lograr el tono de Susana y el del hombre, conservar el pelo, evitar la calvicie traicionera que en algunos calvos precoces se manifiesta ya desde la adolescencia, cuando se los ve en la pileta del club o las duchas del vestuario como pollitos desplumados, casi siempre lacios y rubiones, sin responder al apodo de Geniol. En cualquier caso, hay consuelo: “Hoy es pelado el que quiere”, dice en privado un periodista conocido, que se agregó pelo en la zona de la coronilla y se sacó, de manera definitiva, onerosa e indolora, de los hombros y la espalda.
¿Hay pelo noble y pelo indigno? El prócer Benjamin Franklin dijo: “Si enseña a un pobre a afeitarse por sí mismo, y a mantener su navaja en orden, contribuirá más a la felicidad de su vida que si le diera mil guineas”. La connotación moral del pelo llega allí hasta donde no da el sol: el vello púbico (conocido como “el arbusto” entre los miembros de un grupo que comparte vestuario después del fútbol de los martes) es tabú aun en la época en que se muestra de todo: el país más restrictivo es Japón, donde hasta hace poco existieron leyes que prohibían exhibir el pubis de las mujeres en cualquier tipo de representación artística. Si el pelo de la cabeza ofrece pistas que permiten deducir la posición social de quien lo porta, el vello púbico es igual de delator aunque no sea tan evidente: algunos exégetas del porno se jactan de su habilidad para calcular el año exacto de producción de una película según la moda inguinal de sus actrices y actores, desde el bosque espeso de los años 70 hasta la lisura absoluta actual, pasando por los olvidables 80, década que popularizó el uso del “bigotito”.
Y aunque parezca insólito, también existe la peluca púbica, que en inglés se llama merkin (se desconoce su traducción al castellano). Desde la época medieval hasta principios del siglo XX, era usual que las prostitutas se afeitaran a cero el pubis para evitar el contagio de ladillas y entonces, tanto con fines estéticos como para ocultar las huellas de alguna venérea, usaban peluquitas vaginales. Hoy, la merkin es común entre los artistas pudorosos en el rodaje de una escena de intimidad sexual, así como se usan miembros protésicos para que el actor no muestre aquello que le fue dado de manera natural. El pelo, limpio o sucio, inodoro o pestilente, corto o largo, lacio o enrulado, es inherente a lo humano y el contacto del de uno con el de otro alienta la frase taurina que celebra el encuentro y condena la depilación: “Donde hay pelo hay alegría”.
El pelo, como cualquier otro elemento de la semiótica de la estética pero más que ninguno, es el símbolo definitivo: los comunes reconocemos a las figuras públicas de nuestra era por el pelo, sea propio y original (la melena de Jimi Hendrix, la porra del Maradona del 81) o ajeno y artificial (el jopo galáctico de David Bowie en su etapa marciana, la cabellera inmutable del veterano conductor televisivo que niega enfáticamente portar aquello que algunos llaman “el quincho”). Desde hace miles de años, el pelo se usó como commodity, para rellenar abrigos o absorber manchas de petróleo en el agua, pero más que nada es un canal de identidad personal y colectiva: una histeria que deja sin sueño a aquel que en el piso de la bañera encuentra, después de cada ducha, los piolines que poblaban su cabeza o la obsesión de trascendencia que tenemos todos, convencidos de que podremos esquivar el olvido y que es cierto lo que dijo el músico Michael Stipe, un eminente pelado: “En el futuro solo serán recordadas aquellas personas que hayan impuesto un corte de pelo”.