Caminar por la ciudad puede ser un privilegio. Donde vivo, transitar por las calles del centro sin que te pare la policía está reservado a las personas blancas, de clase media o alta.

Si no te queda otra que vivir en la calle, si venís de los barrios más periféricos, si buscás basura en los contenedores callejeros para venderla al peso por algo de dinero, la policía te pide el documento, te detiene, te persigue.

Ciudad feminista. La lucha por el espacio en un mundo diseñado por hombres, de la canadiense Leslie Kern, que fue publicada con traducción de Renata Pratti por Ediciones Godot desgrana la compleja trama de privilegios que permiten a algunos (más varones, más blancos, más heterosexuales) ser los dueños del espacio público y retacean ese lugar a algunas (más mujeres, más trans, más racializades, más empobrecides).

Es habitual ver en el transporte urbano a mujeres que suben con dos y hasta tres hijes, haciendo malabares con sus brazos para tener a todes bajo control, que pagan los boletos cada vez más caros, en una ciudad donde una hora de trabajo en casas particulares paga poco más de dos boletos (3089 la hora según la Secretaría de Trabajo de la Nación, 1200 pesos la tarifa en Rosario, todo en mayo de 2025).

Nada del encanto de la ciudad les pertenece: la barranca del río Paraná, el Paseo del Siglo, las mansiones de calle Oroño.

 

Los papeles correctos

Londres, Nueva York. Caminar por esas ciudades sin rumbo ni apuro es el placer de les turistas. La ciudad como espacio de libertad requiere, ya no un cuarto propio, sino una cuenta bancaria propia.

Me recuerda un cartel que leí en la fachada de un centro cultural anarquista en Ámsterdam, en 2017. No lo fotografié, por pudor. “Señor turista. Usted puede transitar libremente por las calles de esta ciudad porque tiene los papeles correctos: dinero”.

Así en Toronto como en Londres y Nueva York, así en Buenos Aires como en Rosario (donde todavía elijo vivir), “nuestras ciudades son el patriarcado escrito en piedra, ladrillo, vidrio y hormigón”. La cita de Jane Darke es presentada en la página 25 de Ciudad Feminista y la autora la retoma varias veces a lo largo del ensayo.

Ahora está de moda negar la existencia de ese sistema de jerarquías llamado patriarcado. En ámbitos más académicos, se dice que ya está perimido.

Y sin embargo, organiza nuestras vidas.

Ese patriarcado se escribe en materiales durables, escenario de situaciones intangibles, como la que abre la primera parte de Armas para la rabia. Por una literatura de combate, de la también canadiense Marie-Pier Lafontaine, publicado por Ediciones Godot con traducción de Agustina Blanco.

Si la ciudad es el patriarcado escrito en piedra, ladrillo, vidrio y hormigón, como describe Kern a lo largo de su ensayo, transitar el espacio público convoca el peligro de la violencia sexual, que no es una anomalía ni una excepción, tal como escribe Lafontaine, sino el método de disciplinamiento del sistema a los cuerpos feminizados.

 

Romper el mandato del silencio

En Armas para la Rabia, la primera escena, después del manifiesto de su escritura-combate, es un señor le agarra el culo a la escritora, en el andén de una estación de subte en Montreal.

“La agresión de más”, la llama Lafontaine, la que restituye el trauma en su cuerpo.

Es difícil encontrar a una mujer en la ciudad a la que nunca le hayan tocado el culo o la hayan “apoyado” en espacios públicos.

Lafontaine y sus hermanas sufrieron a un padre abusador y una madre que califica como cómplice. Los denunció. Cambió su apellido. Escribió la autoficción Perra (también publicada por Ediciones Godot, con traducción de Agustina Blanco) en 2019.

Los relatos de abusos sufridos por mujeres, lesbianas, transexuales, se convirtieron en catarata a lo largo del mundo. El Me Too en Estados Unidos, Cuéntalo en España, Yo te creo hermana, en Argentina, mostraron que no se puede hablar de monstruos: la violencia sexual es la gramática misma del patriarcado.

Y eso es lo que desarrolla Armas para la rabia, un ensayo que restituye el filo a las palabras.

¿Para qué contar eso? es la pregunta que han escuchado desde siempre las personas abusadas. No tires del mantel que destruye la comodidad del abusador, es el subtextos de ese argumento.

Así lo cuenta Belén López Peiró en su libro Por qué volvías cada verano, su obra literaria de autoficción donde cuenta que cuando era adolescente sufrió abuso sexual de su tío policía, en el pueblo al que iba a pasar sus vacaciones estivales.

Belén reconstruye esas voces susurrantes, sibilinas, que confinan a las víctimas al silencio, que las culpan para exculpar a los abusadores.

 

Gritar también es un privilegio

En los últimos años, tras la irrupción del movimiento feminista con fuerza en el debate público, las más jóvenes -sobre todo- se habilitaron a responder, a escrachar, a repudiar. Eran “las locas” que hacían “quilombo por cualquier cosa” en un relato público que sigue monopolizado por miradas machistas, encarnadas no sólo por hombres, también por mujeres defensoras del orden instituido que -gracias a la dominación simbólica que tan bien desarrolló Pierre Bourdieu- se estampa como una malla invisible en las subjetividades para naturalizar las violencias. 

La intrusión en el cuerpo de las mujeres es más tolerada cuánto más opresiones se sobreimpriman en la persona violentada: si sos lesbiana y pobre, un vecino tan pobre como vos puede decidir atacar con una molotov, y matar a dos parejas que conviven en el mismo hotel precario. Eso no es ciencia ficción: ocurrió el 6 de mayo de 2024. En el triple lesbicidio de Barracas murieron Pamela, Roxana, Andrea y sólo Sofía salvó su vida.

No era nieve tóxica como la de El Eternauta, que mata a todos por igual.

Es un odio persistente contra algunas existencias. Que no deben verse, que se toleran mientras estén escondidas, desdibujadas.

 

El derecho a la violencia

En la clave de otras autoras contemporáneas como Elsa Dorlin, Lafontaine recrea las habilitaciones sociales para ejercer la violencia, recuerda que la autodefensa sólo se tolera socialmente de parte de las mujeres si es una respuesta “proporcional” a lo sufrido.

Esa malla invisible que produce el patriarcado consiste, también, en despojar a les sometides de su violencia, a confinarlos a ser objetos de la rabia ajena.

Y por eso, reivindicar la rabia es una posición política potente. El ensayo-rabia de Lafontaine desteje las diferentes violencias que las mujeres viven a lo largo de sus vidas para encontrar en la escritura un arma, no para “sanar”, sino para combatir y subvertir la violencia patriarcal.

Ni terapia, ni exorcismo, ni justicia, ni perdón. Lafontaine dice: “Yo no perdono nada, escribo. Destripo el cadáver aún caliente de mi infancia”.

Escribir para reordenar el mundo, para conmover sus estructuras, para crear otras existencias.

 

Las ciudades invisibles

Kern amplía las existencias posibles en las ciudades. Cuenta sus propias vivencias, se hace preguntas a partir de su maternidad, de la misión imposible de transitar las calles y los transportes públicos con su pequeña hija, pero sabe -escribe y reconoce- a otras existencias donde múltiples opresiones se conjugan.

Para ella, el feminismo interseccional también deberá re-escribirse en piedra, ladrillo, vidrio y hormigón.

A lo largo de su texto, describe cómo se organiza el espacio para ignorar, complicar y excluir a las personas racializadas, las trabajadoras sexuales, las personas trans.

El ensayo combina una extensa bibliografía sobre gentrificación, geografía feminista, estudios de género con el relato de experiencias con las que resulta fácil identificarse.

El lugar central de la amistad entre subalternes, las redes comunitarias, son parte de la construcción de esa ciudad que Kern imagina, como una apuesta de futuro.

 

Imaginar otras escenas

Si el patriarcado está escrito en piedra, vidrio, metal y cemento en las ciudades, los aerosoles y las intervenciones muchas veces son feministas.

En el libro de Kern, las estrategias comunitarias, los colectivos que organizan el cuidado, y las experiencias autogestivas prefiguran la ciudad feminista.

En Argentina, durante los tres días que duran los Encuentros (hoy) Plurinacionales de Mujeres, Lesbianas, Travestis, Transexuales, no Binaries, Intersex y Bisexuales, esa ciudad feminista se vislumbra en acción.

Más de una vez, las participantes hablan de la sensación de “estar seguras” en espacios donde se cruzan con otras y otres en la misma clave de ocupación del espacio, sin jerarquías ni violencias. Sin excluir conflictos o tensiones, porque no se trata de un ideal romántico, sino de una construcción humana.

 

Las paredes hablan

En 2003, el Encuentro Nacional de Mujeres (todavía se llamaba así) terminó con una marcha multitudinaria por Rosario.

Era la primera vez que se usaban los pañuelos verdes, todavía no hablaban de aborto legal sino de despenalizar. Fue en la marcha de cierre.

Ese símbolo recorría las columnas que por primera vez traían a mujeres de las organizaciones de desocupados de diferentes puntos del país a debatir en talleres, de forma horizontal, sobre los temas que las preocupaban.

Ese domingo 17 de agosto de 2003, una columna se separó de la marcha y fue al Arzobispado, donde dejó algunas consignas escritas sobre la pared. “Saquen los rosarios de nuestros ovarios”, fue una de ellas. Hubo escándalo, sí, pero fue módico: la presencia de los feminismos en la escena pública también lo era.

En 2016, el Encuentro volvió a hacerse en Rosario. Ya había subido la marea. Ni Una Menos, en 2015, conmovió estructuras sociales y los debates sobre los roles de género inundaban casas, escuelas, sindicatos, fábricas, comercios, universidades. Unas 100 mil personas marcharon por las calles de Rosario, hubo represión: las columnas policiales estaban apostadas en la Catedral de la ciudad.

Con aerosoles y stencil, diferentes colectivos dejaron mensajes en las paredes: “verga violadora a la licuadora” fue uno de los elegidos por las comunicadoras que se erigieron en voceras de las “rosarinas de bien” para subrayar que “las feministas no nos representan”.

Durante días, no se habló de otra cosa. La conmoción social fue mayúscula, en una ciudad donde gran cantidad de calles, bocacalles y veredas están pintadas de los colores de los equipos de fútbol, y nadie se escandaliza.

Ciudad feminista y Armas para la rabia nos brindan herramientas para entender, para desarmar y para desafíar ese diferencial en la posibilidad de apropiación del espacio público, y para potenciar el poder revulsivo de los feminismos. Ese que hoy está bajo ataque.

 

Sonia Tessa nació en 1969, en Coronda.  Desde los once años vive en Rosario. Es Licenciada en Comunicación Social por la Universidad Nacional de Rosario y trabajó en distintos medios. Entró como pasante en Rosario 12 en 1991, donde volvió a trabajar desde 2002. Pasó por La Capital, El Ciudadano y fue productora periodística en Radio 2, entre otros medios audiovisuales. En 1999 editó La Cazadora, suplemento sobre mujeres de El Ciudadano, y en 2003 comenzó a escribir en Las 12. Hizo el programa Juana en el Arco con sus amigas en Radio Universidad y también condujo La noche impertinente y La Siesta jugada, por Radio Nacional Rosario.  En televisión, co-condujo Ningunas Locas, junto a Andrea Fiorino, en 2019. Desde 1999 recibió varios premios Juana Manso que otorga la Municipalidad de Rosario, fue declarada periodista distinguida por el Concejo municipal de Rosario en 2013, la Legislatura de CABA le dio el Lola Mora en 2017, fue distinguida por el Inadi y por la Cámara de Diputados de Santa Fe. Actualmente escribe en Página 12, Aire de Santa Fe y hace Siesta Nacional por Radio Nacional Rosario.