[Ilustración x Max Amici]

 

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Me pregunto cómo afecta a la escritura la forma que tenemos de habitar una lengua. Me lo pregunto en relación a tres escritores polacos: Joseph Conrad, Stanislaw Lem y Witold Gombrowicz. Estrellas distantes que, sin embargo, forman parte de una misma constelación y que enfrentaron situaciones lingüísticas extrañas: el paso del polaco al inglés en Conrad, el contexto de censura en Lem y el exilio involuntario de Gombrowicz.

La figura de Kafka oscila sobre ellos. Él, un judío checo que escribió su obra en alemán. La criatura más extravagante, más expulsada, más desterrada de la literatura en el siglo XX. Cuando Deleuze y Guattari leyeron a Kafka, escribieron: "Incluso aquel que ha tenido la desgracia de nacer en un país de literatura mayor debe escribir en su lengua como un judío checo escribe en alemán o como un uzbekistano escribe en ruso. Escribir como un perro que escarba su hoyo, una rata que hace su madriguera. Para eso: encontrar su propio punto de subdesarrollo, su propia jerga, su propio tercer mundo, su propio desierto". La pregunta es, entonces, desde qué clase de desiertos escribieron Conrad, Lem y Gombrowicz. O, lo que es lo mismo, de qué manera ese hoyo, que podemos llamar la lengua polaca, afectó y se vio afectado por sus escrituras.

Conrad en el espacio exterior

Entre 1772 y 1795 Polonia fue desmembrada por las sucesivas anexiones de Austria, Prusia y Rusia. Hacia el siglo XIX gran parte de la nobleza polaca estaba exiliada. Pero algunos se habían quedado a resistir. Ese era el caso del padre de Conrad, Apollo Korzeniowski, que desde Varsovia fue parte de la resistencia nacionalista y líder de un grupo conocido como “los rojos”. Apollo editaba una revista, era traductor de Dickens, Shakespeare, Victor Hugo, autor de obras teatrales y agitador de la resistencia polaca a los rusos. Su actividad política lo llevó a participar de la insurrección de octubre de 1861, lo que le costó la cárcel durante siete meses. Después la familia sería deportada a la ciudad de Vologda, a 500 kilómetros de Moscú, un lugar duro, frío, pantanoso.

Se dice que en las penurias del viaje el pequeño Conrad de cuatro años contrajo neumonía. Y su madre, Ewa, tuberculosis. Ella moriría tres años después a causa de la enfermedad. Mientras tanto, en el exilio, seguirían los traslados familiares a distintas ciudades de Rusia y Ucrania. Hasta que en 1869, cuando Conrad tenía apenas once años, también vería morir a su padre, Apollo, y desde entonces, huérfano y nómade, se refugiaría en la lectura.

La lengua materna de Conrad es, claro, el polaco. Y su segunda lengua, el francés. Pequeño lector de Fenimore Cooper, ansiaba las aventuras y el mar. Sabía, también, desde niño, que había una escisión, un temblor, podríamos decir, entre experiencia y lenguaje. El crítico palestino Edward Said escribió sobre él: “fue engañado por el lenguaje aun cuando confiriera a este una capacidad de dramatización a la que ningún otro autor se había siquiera aproximado. Pues lo que Conrad descubrió fue que el abismo existente entre lo que las palabras decían y lo que significaban aumentaba, no disminuía, con el talento para escribir palabras”.

En la densa noche de su infancia, podemos pensar, Conrad descubrió, al mismo tiempo, la salvación por/en el lenguaje y también su opacidad. A los diecisiete años escapó a Marsella y se convirtió en marino e hizo su primer viaje rumbo a Martinica. Más tarde sería aprendiz en un vapor de bandera inglesa, ahí empezó su carrera en la marina mercante británica y entró en contacto con el inglés. Esa, su tercera lengua, la que usaría para escribir El corazón de las tinieblas o Nostromo, la aprendió en los muchos viajes que hizo a lo largo de su vida y que lo convirtieron en capitán a los veintinueve años.  

Ford Madox Ford dice haber escuchado de Conrad: “Escribo con mucha dificultad; mis pensamientos íntimos, automáticos, menos elaborados, se producen en polaco; cuando me expreso con cuidado lo hago en francés. Cuando escribo pienso en francés y después traduzco las palabras de mis pensamientos al inglés”.

La lengua era, para Conrad, una máquina de ensambles. Pensamientos mutilados en polaco, francés, inglés; la realidad quebrada: ¿qué palabra de qué idioma venía a su cabeza al ver un cuchillo? ¿qué palabra al ver un teatro? ¿y a una mujer? Eligió escribir en inglés, a dos grados de distancia de su lengua materna, en un movimiento que hace pensar, por supuesto, en Beckett, en Nabokov, en eso que Steiner llamó la “imaginación multilingüe”.

Si es cierto que los románticos pensaban que el genio es quien mejor encarna su lengua materna, ya que cada lengua significa una cosmovisión específica de una nación o un pueblo, la posición de Conrad es externa, “extraterritorial” siguiendo a Steiner. Él escribe desde el espacio exterior del polaco, pero atado a su lengua como un astronauta está enlazado a la Tierra donde debe regresar.  Escribe arrastrándose. Muchos de quienes lo conocieron dicen que su inglés hablado era torpe, con acento, que a veces resultaba ininteligible al escucharlo. Los críticos también repararon en las interferencias sintéticas del polaco en el inglés escrito por Conrad. Su estilo es un xenoestilo, un estilo alienígena, una forma de estar, al mismo tiempo, dentro y fuera del lenguaje.

Lem en el espacio interior

La vida de Stanislaw Lem no fue más sencilla. Hijo del médico militar austrohúngaro Samuel Lem y de Sanina Woller, que provenía de una familia muy pobre de Przemyśl, en el sureste polaco. Su ciudad natal, Leópolis, fue fundada en el siglo XIII y sufrió los avatares de la historia. Sobre todo, las continuas invasiones y anexiones alemanas y rusas.

En 1939 fue bombardeada por la Luftwaffe dejando 83 muertos. Lem lo describe así: “Yo estaba en el balcón de la calle Brajer, un muchacho que había rendido examen de madurez y veía cómo por nuestra calle pasaban furgones cargando cadáveres. Era la primera vez que veía cadáveres. Recuerdo los cuerpos que temblaban por las sacudidas del furgón, recuerdo los muslos de las mujeres muertas por las bombas alemanas”. Tenía entonces dieciocho años. 

Tres semanas después las tropas soviéticas arrancaron a Leópolis de manos alemanas y sometieron a la población. Tantos los militares como los civiles rusos expropiaban u ocupaban edificios y viviendas. A la casa de los Lem se fue a vivir un funcionario del Comisariado para Asuntos Internos, departamento gubernamental de la URSS, llamado Smirnov. Tal vez su presencia fue la primera interferencia en el lenguaje cotidiano de la familia y de la casa. Se suponía que estos funcionarios eran, sobre todo, espías que intentaban desarmar cualquier intento de resistencia a la ocupación soviética.

Pero la ciudad estaba a sólo 23 kilómetros de la frontera establecida por el pacto Ribbentrop-Molotov. La primera agresión alemana a la URSS fue el 22 de junio del 44, y esa misma madrugada las bombas ya caían sobre Leópolis dejando más de trescientos muertos.  La primera unidad alemana llegó apenas ocho días después. Era la tercera invasión en la vida de Lem. Lo que vendría después sería más y más horror: ejecuciones en masa y pogromos a la población judía.

La extraordinaria biografía de Wojciech Orlinski sobre Lem pone todos estos hechos en relación a su obra. Sin embargo, en términos literarios, el evento que aparece como fundamental está situado un poco más adelante, a partir de 1945, cuando se funda la República Popular de Polonia y empieza la administración soviética de la vida cotidiana. Porque ahí aparece un dispositivo central para pensar la escritura de ficción: la censura. 

En una carta que Lem escribe en 1961 dice: “Pero en mi profesión eso lo convierte a uno en un idiota, porque en definitiva ya no se sabe qué escribir, cuando los censores completamente paranoizados olfatean en cada palabra alusiones peligrosas”. En estas condiciones, varios de sus libros fueron inquietantes para la censura: Memorias encontradas en una bañera fue retenida y en Solaris le pidieron que cambié los nombres de los científicos para que “sonaran más rusos”. Pero sus mayores problemas, como indica Orlinski, fueron con sus ensayos futurológicos porque ahí “no había demasiado lugar para el luminoso futuro del comunismo”. Sólo la llegada de Yuri Gagarin al espacio exterior en 1961 permitió que la lectura de la ciencia ficción –y por lo tanto de los libros de Lem- fuera más amable.

En el reverso, está lo que el dispositivo de la censura dictaba a cada escritor en su propio proceso creativo. Durante la escritura de El invencible, Lem mandó una carta a su amigo Wróblewski donde confesaba: “Escribo esta pavada por desesperación y obligación, no para divertirme, porque de esto tengo bastante, no puedo mover los temas que estuve bosquejando porque no puedo permitirme otro libro retenido”. El efecto de la censura sobre el lenguaje puede verse en la misma correspondencia con Wróblewski cuando llega a utilizar cuatro lenguas distintas en una misma oración (inglés, polaco, alemán y ruso) con la esperanza de confundir a los lectores de la Policía Política. 

¿Cuál es el efecto de hiperobservación sobre el lenguaje en la que vivió Lem? Parte de esa respuesta puede estar en una hipótesis de Agnieszka Gajewska, autora de otra biografía de Lem cuando afirma que si hay un tema que recorre toda su obra “es que el protagonista oculta un secreto, cuya revelación le acarrearía la exclusión de la sociedad, o incluso la muerte”.

La escritura como encriptación, la lectura como decodificado. Una estructura paranoica que se despliega sobre las palabras y las historias. Tal vez sea esta capacidad de metamorfosis (escribir en cuatro lenguas en simultáneo pero también en distintos estilos e incluso desde diferente ámbitos) fue lo que llevó a Philip K. Dick (su lector perfecto) a escribir al FBI para denunciar que Lem era un funcionario del Partido Comunista: “lo sé por sus escritos publicados y cartas personales a mi y a otras personas” y construir la hipótesis de que tal vez Lem fuera no un individuo sino un comité, un grupo de escritores que funcionaban bajo una sigla, ya que “escribe en varios estilos y lee en idiomas extranjeros”. 

Como siempre, Dick llevaba al extremo delirante la percepción de un núcleo cierto: las condiciones materiales de escritura habían hecho de la escritura de Lem un dispositivo múltiple, encriptado y huidizo. Usar la lengua para ocultar, para decir sin nombrar, para estructurar un secreto.

Gombrowicz en el espacio exterior

La vida de Witold Gombrowicz estaba destinada a ser más liviana. Nació en 1904 en el señorío de Maolszyce, propiedad de su padre, a 200 kilómetros de Varsovia. Estudió Derecho en la universidad de la capital polaca y en 1933 publicó su primer libro: Memorias del período de la inmadurez. En el 37 publicó la que aún hoy se considera la mejor entre sus ficciones: Ferdydurke.

En el prefacio, Gombrowicx escribió: “Los dos problemas capitales de Ferdydurke son el de la Inmadurez y el de la Forma. Es un hecho que los hombres están obligados a ocultar su inmadurez, pues a la exteriorización solo se presta lo que ya está maduro en nosotros. Ferdydurke plantea esta pregunta: ¿no ven que su madurez exterior es una ficción y que todo lo que pueden expresar no corresponde a su realidad íntima? Mientras fingen ser maduros viven, en realidad, en un mundo bien distinto. Si no logran juntar de algún modo más estrecho esos dos mundos, la cultura será siempre para ustedes un instrumento de engaño". 

El territorio de Gombrowicz es la vanguardia de entreguerras. La risa como forma de desdibujar la madurez exterior y la interioridad inmadura pero también el modo en que una cultura periférica puede apropiarse del capital cultural de los países centrales. Es el mismo problema que enfrentaba Borges, por poner un ejemplo, al escribir El escritor argentino y la tradición. O el que preocupaba a Joyce cuando el renacimiento literario irlandés proponía volver al gaélico y la mitología celta. Los tres autores, podríamos decir, escapaban del nacionalismo y reivindicaban los usos espurios que podían hacerse desde posiciones periféricas (Polonia, Irlanda, Argentina) de las grandes tradiciones europeas. 

Pero entonces, cuando Gombrowicz estaba desplegando la idea de que el absurdo es un hecho político, recibió una invitación a visitar Argentina. Era el año 1939 y el viaje se haría en un barco transatlántico junto a una delegación de escritores polacos. Días después, Alemania invadió Polonia y toda Europa entró en guerra. Él decidió quedarse en Argentina hasta entender lo que pasaba al otro lado del Atlántico. Y así estuvo 24 años sin volver a Europa. Vivió 24 años fuera de su lengua, sin hablar español, sumergido en un mar lingüístico que era un completo afuera. En sus diarios lo cuenta así: “Yo fui a Argentina por pura casualidad, sólo por dos semanas, y si por un azar del destino la guerra no hubiese estallado durante esas dos semanas, habría regresado a Polonia, aunque no voy a ocultar que cuando la suerte fue echada y Argentina se cerró de golpe sobre mí, fue como si por fin me oyera a mí mismo”.

Y en esta terrible soledad, deprimido, se refugió en la sala de ajedrez del Café Rex donde en 1946 conoció a otro exiliado, el cubano Virgilio Piñera. Se hicieron amigos y, un poco después, Gombrowicz le pidió a Piñera que traduzca Ferdydurke al español. Piñera era un gran traductor, es cierto, pero del francés. Sin embargo, su desconocimiento del polaco no lo desalentó y reunió un grupo de amigos para emprender la traducción. Más de quince personas, ninguna de ellas familiarizadas con el polaco, que bajo la dirección del propio Gombrowicz, que apenas hablaba el español, se reunían noche tras noche a trasladar una novela de la opacidad de una lengua a la opacidad de la otra. Ricardo Piglia dice de esa traducción: “El Ferdydurke ‘argentino’  de Gombrowicz es uno de los textos más singulares de nuestra literatura. Antes que nada hay que decir que es una mala traducción en el sentido en que Borges hablaba así de la lengua de Cervantes. En la versión argentina de Ferdydurke el español está forzado casi hasta la ruptura, crispado y artificial, parece una lengua futura”.

Si Lem había escrito sobre el espacio exterior, Gombrowicz estaba viviendo en el exterior más extremo de la lengua. Pero en vez de sufrir esa condición, la asumió como una forma de probar sus propias hipótesis. En la conferencia Contra la poesía, dijo: “A veces me gustaría mandar a todos los escritores del mundo al extranjero, fuera de su propio idioma y fuera de todo ornamento y filigranas verbales, para comprobar que quedará de ellos entonces”. Esa experiencia, la suya, le permitió comprobar su propia tesis sobre las periferias y el centro, sobre la inmadurez interior y la apariencia madura. Su poética, ya presente en los dos libros que había publicado en Polonia, no hizo más que profundizarse: primero con el exilio involuntario de veinticuatro años, después con una de las escenas de traducción más extremas de las que se tenga memoria.

En un prólogo extraordinario de Susan Sontag a Ferdydurke, lo dice de esta manera: “El sentido polaco de ser marginal a la cultura europea -y a la europea occidental ya que varias generaciones fueron afectadas por la ocupación extranjera-, había preparado a un escritor desgraciado y emigrante mejor de lo que hubiera deseado antes que ser condenado a muchos años de aislamiento casi total como escritor. Valientemente, Gombrowicz se embarcó en la empresa de sacarle un sentido profundo y liberador a su situación de desprotegido en Argentina. El exilio probó su vocación y la expandió. Reforzar su desafección a las pasiones nacionalistas y a la autocomplacencia lo convirtió en un consumado ciudadano de la literatura mundial”.

El desierto

Estar afuera de la lengua fue la experiencia que compartieron, de distinto modo, Conrad y Gombrowicz. El primero pasó del polaco al inglés en su literatura aunque hablaba y pensaba entre el francés, el inglés y su lengua materna. El segundo, en cambio, conservó el polaco pero vivió un exilio de veinticuatro años en el español que usamos en el Río de la Plata. Ninguna de las dos experiencias resulta ni más ni menos hostil que el vivir en el interior censurado del idioma que sufrió Lem donde manipulaba cuatro idiomas para escribir cartas a sus amigos.

Los viajes a través del mar en Conrad, las naves espaciales y los planetas misteriosos de Lem, los adultos absurdos de Gombrowicz; podríamos pensar que sus literaturas no se tocan más que en el punto de partida: la lengua polaca. Pero una literatura es más que un imaginario o una serie de “temas”. Tal vez es posible pensar que quien escribe siempre mira y usa a su propia lengua como si fuera un objeto extraño, familiar y a la vez siniestro. El escritor se reconoce como un inquilino del lenguaje y la posición interior/exterior se vuelve, de algún modo, simultanea. Pienso que ese es el hoyo, el punto de subdesarrollo, el desierto del que hablaban Deleuze y Guttari cuando pensaban en Kafka. Y que no se puede trabajar en una lengua sin, al mismo tiempo, afectarla hasta hacerla temblar y que nos conmueva hasta el temblor. Y creo que, al fin de cuentas, esa posición enrarecida frente a las palabras -que estos tres polacos llevaron, por caminos distintos, a un punto extremo-, es a lo que llamamos literatura.