[Ilustración x Max Amici]
____________
Si toda narrativa es de secuelas, de secuelas de acontecimientos violentos que nos desacomodaron; si contar historias es un modo de reconciliarse con eso; quiero decir, si escribir es trauma contado más adelante, entonces hacerlo sobre mi perra, sobre Poxi, así se llamaba, es como tirarme desde un paracaídas y aterrizar encima de un material que remueve lo que pienso que es escribir, porque contarles quien fue Poxi es contarles sobre olores fuertes, sobre caminatas, sobre no saber disciplinar, sobre llenarme de baba la cara, sobre dormir juntas y sobre cruzarme permanentemente con su mirada, una mirada que seguía el cauce que mezcla las aguas de lo salvaje y lo doméstico.
Poxi era una perrita muy petisa con el pelo negro y brillante como la turmalina, una piedra que, dicen, protege del daño y absorbe energía densa. Tenía una mancha blanca irregular en el pecho como si se le hubiera chorreado un helado de crema americana; esa mancha se replicaba en cada una de las terminaciones de sus cuatro patas, que, negro sobre blanco, se imaginarán, parecian las teclas de un piano. Cuando salíamos a pasear, por cada paso que yo daba ella daba tres para poder seguir yendo a la par. Cuando la miraba caminar así de rápido, pegando saltos y con la lengua afuera que le caía de costado como una corbata mal anudada, me hacía acordar a alguien corriendo para alcanzar un colectivo. Cuando era ella la que me miraba a mi, me hacía sentir que yo era la persona que le daba exactamente lo que necesitaba. Fue una mirada que mantuvo durante diecisiete años.
Poxi tenía la altura de las que eran mis botas preferidas en ese momento. Tenía cuatro pares idénticos, las compraba en la calle Pasco en San Cristóbal. Eran unas botas de gamuza con piel adentro. Marasco y Speziale se llamaba la fábrica, la habían fundado dos inmigrantes italianos. Uno había muerto y Atilio Marasco, el socio que quedaba vivo, se sentaba con cara de leyenda detrás del mostrador en el local decorado como una cabaña de montaña, balbuceando un dialecto que subrayaba la perseverancia de haberse subido a un barco a los diecisiete años para hacer su vida en un país distinto. Atilio Marasco había sido tapa de la revista Viva, como testimonio de los primeros tiempos del siglo veinte, los tiempos en los que alguien llegaba con una valija mareada por el mar y montaba una fábrica de la nada. Marasco y Speziale se dedica todavía a la confección de borceguies y botas para oficios específicos y para expediciones a lugares extremos como la Antártida. Yo gasté las suelas de mis botas pateando el módico barrio de Montserrat con Poxi. Volvía de trabajar, agarraba la correa y ella festejaba como si hubiera ganado la Intercontinental de perros en Japón.
Poxi pesaba 10 kilos y su pancita rosa era la más suave del mundo.
En 2003 trabajaba en la escuela de cerámica de Avellaneda y evidentemente habré expresado en voz alta mis deseos de tener una perrita porque Celeste, una ceramista, se acercó en un recreo para contarme de una conocida que tenía una perra preñada a punto de dar a luz cachorros en Hudson, una localidad del partido de Berazategui.
¿Y qué va a pasar con los cachorros?
A la calle.
¿La mamá y el papá son chiquitos?
Los dos son chiquitos.
Porque vivo en departamento y no me puede crecer tipo mastin napolitano
No, no, no, quedate tranquila.
¿De qué color es la madre?
Negro, el padre tambien.
Ah bueno, déjame pensarlo.
Pensalo, todavía le falta para parir.
A la semana, después de pensar si iba a poder ser totalmente responsable por la vida entera de un perro desde que empieza hasta que termina, le dije que sí, que ok, que me trajera uno.
En octubre, a menos de veinte días de haber nacido, Celeste trajo a Poxi dormida contra una de las esquinas de una caja de zapatos de color sambayón, que por el nombre, zapatos Norma, seguro eran de una zapatería de mujer. Era una caja de zapatos de las de antes, con casilleros para escribir con fibrón el número y el color del calzado. Pero esta caja no tenía nada escrito, los casilleros estaban vacíos. Adentro, todavía estaba el papel blanco para envolver zapatos sobre el que Poxi, que todavía no se llamaba Poxi, dormía como si ese papel fuera una sábana de bambú. Era tan chiquita que me entraba en la mano y era tan peluda como un escobillón.
A las diez de la noche me tomé en la puerta de la escuela el 98 hasta Constitución, con la caja en la que Poxi seguía tirada en shavásana con los ojos cerrados y la pelusa de pelo caliente, como una pelota de tenis olvidada al sol. Tenía olor a leche y a no conocer el mal. La miré todo el tiempo que duró el viaje, unos treinta minutos veloces en donde la noche retruca el límite de velocidad. Todo era oscuridad en el colectivo, salvo la caja de cambios, el asiento del colectivero y los bordes de los espejos retrovisores que irradiaban un violeta neón de bar dudoso. Cuando llegamos a casa, apoyé la caja en la mesa, la miré por unos segundos pensando “en qué te metiste Silvina”, y acerqué un platito de alimento balanceado que había comprado al mediodía. La saqué de la caja y se puso a caminar en la mesa con el equilibrio de un borracho. Se acercó al alimento y devoró. Le dí leche y tomó. Yo volví a preguntarme por la decisión que había tomado, la de cuidar y alimentar a alguien para siempre. Y me marée.
Poxi era tan chiquita cuando me la dieron que los primeros meses la sacaba a pasear en el bolsillo de mi saco de verano, y ella asomaba la cabeza mirando todo como desde un balcón. Los perros son animales mágicos, estrellas fugaces que nacen con el cromosoma de la sorpresa permanente. Desde los cinco años, Poxi tuvo una pelota azul de goma que me trajo todos los días a la cama para que se la rebotara contra la pared, imponiéndose nunca cansarse de ser feliz con lo mismo.
Vivir en el presente es una elegancia que los animales nos regalan.
Los que tenemos un issue con la contención y el abandono, tenemos perros. En La posibilidad de una isla, ese homenaje a los perros que se oculta detrás de una historia de amor entre humanos amargada y decadente, Houellebecq le hace decir a un personaje, a Daniel25: “es sencillo definir el amor, pero se prodiga poco en la secuencia de los seres. A través de los perros rendimos homenaje al amor y a su posibilidad. ¿Qué es un perro sino una máquina de amor? Le ponen delante a un ser humano, le encargan la misión de amarlo, y, por poco agraciado, perverso, deforme o estúpido que sea el ser humano, el perro lo ama”. Poxi me despertó cada día de nuestra vida con una metralla de besos, y cada vez que me enfermé y apenas podía levantarme para hacerme un té, se acostó al lado mio hasta que me sentí mejor. Yo, la enferma; ella, el suero. Yo, la triste; ella, la lealtad.
La amé tanto que hasta le inventé una voz, una forma de hablar y una sintaxis: Poxi hablaba estirando la última sílaba de cada palabra.
Amé a Poxi porque odiaba ir al veterinario y porque si algo no le gustaba lo manifestaba rápido. Amé a Poxi porque la respetaba. Amé a Poxi porque su forma de caminar caótica me enroscaba la correa entre las piernas dos o tres veces por cuadra. Amé a Poxi porque conmigo le alcanzaba. Amé a Poxi porque se arrancó tres veces los puntos de una operación. Amé a Poxi porque yo también me los hubiera arrancado a mordiscones.
Los perros, como todo lo que se extraña, tiene su propia buena literatura. En Mi perra Tulip, el escritor J.R Ackerley escribe las memorias de la historia de amor entre su perra y él, un homosexual pionero en vivir abiertamente su sexualidad y en dejar constancia de una historia de amor bordada por el instante de convivencia entre cultura y naturaleza. Como Ackerley con Tulip, no quise ni pude domesticar a Poxi, lo que hizo que ella despreciara un poco al mundo y me amara solo a mi. Si fue egoísmo no darle pautas a mi pequeña lobita para amansar su carácter en nuestro dos ambientes y fuera de él, no lo sé. Sí sé que es magnético acceder a un borde oculto de algo no domado y verlo reiteradamente repetirse en su misión.
Poxi murió durante la cuarentena, el 13 de abril de 2020. Desde hacía un tiempo vivía en Avellaneda con mis padres, yo estaba trabajando muchas horas fuera de casa y me ponía muy triste no poder sacarla a pasear todos los días durante una hora y media o dos como lo hicimos durante quince años. En Avellaneda tenía patio, terraza, colchón en la cocina, pollo a la plancha y muchísimo amor.
El domingo 12 de abril llamé a la casa de mis padres para saber cómo estaban, mi mamá me dijo que ellos estaban bien pero que Poxi no había querido comer y que se había escondido un poco ese día. Cualquiera que haya vivido con un animal sabe lo que significa que se oculte.
Voy para allá, hay que llevarla a la veterinaria.
Pero hoy es domingo, si venis hoy te tenes que quedar a dormir.
Ok, voy mañana a primera hora.
A las 9 de la mañana del otro día volví a llamar a mi mamá:
Acabo de pedir un radio taxi que permite llevar mascotas, tenela preparada que la subo y seguimos viaje.
Silvi, murió recién…
Le pedí a Flor, mi amiga con la que vivo, una pala, me subí al taxi y me fui para Avellaneda. Subí una foto con ella en la cama y escribí: amiga, compañera, fuiste lo mejor de todos mis días. Me llamó Marta, mi ex que más la conoció, para consolarme.
Me puse a llorar en el taxi y por suerte estaba ese plástico que me dividía del chofer. No quería compartir ese dolor con nadie, ese asunto de la vida y de la muerte era un asunto entre Poxi y yo. Estaba nublado y en el Puente Pueyrredón había control vehicular. ¿Tenés el permiso? Me dijo el taxista y le respondí que sí. No nos pararon. Cuando llegué, me acosté al lado. Mi papá, sentado en una silla, la miraba apenado, los ojos como después de haber nadado pero sin largar el llanto. Creo que Poxi fue su última gran compañera. Me senté en el piso, la cerámica fría delataba el futuro de su cuerpo todavía tibio. La acaricié un poco, le dije mi amor varias veces y lloré un montón. Después salí y cavé profundo, tomada por la energía de la madurez que aprende a reconocer el instante que importa. Mi papá salió conmigo y me empezó a dar órdenes, él ya no tiene la fuerza para enterrar animales pero igual quiere participar. Yo le pedí que entrara, le dije que me arreglaba sola y nos empezamos a pelear para tapar la tristeza que teníamos encima. Cuando terminé , la fui a buscar y la enterré envuelta en una sábana y con su collarcito con los colores del arco iris. Me quedé un rato en lo de mis padres y volví con la pala Stanley a Villa Crespo. El viernes siguiente, en un cumpleaños, una amiga deseó en voz alta: por más vida y menos humana. Levantamos las copas y brindamos.