[Ilustración x Max Amici]
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Pasó un año desde que me instalé, en un departamento de 2 ambientes en San Cristóbal, hasta que fui expulsada, de esa casa, por las tinieblas. Sí, así como lo leen, pero sin lo intempestivo de esa pareja de hermanos que dejan sus libros de literatura francesa, sus tejidos de lana, y un montón de dinero en una casa cerrada con llave.
Los ventanales daban a un descampado sobre la calle Combate de los Pozos: un terreno extenso de tierra seca, con algunas motas de pastos largos, y unido -por un puente peatonal- a la entrada principal del Hospital Garrahan. Claro, no era una zona apetecible, ni su paisaje era seductor. ¿Acuerdan conmigo que ni siquiera el nombre de la calle podía generar un destello de atractivo? Combate de los Pozos. Sin embargo, me decidí a alquilarlo de inmediato; estaba harta de buscar vivienda, el precio del alquiler era lo que podía pagar en ese momento, y cumplía un punto fundamental: el sol entraba a pleno en ese departamento del 4º piso.
Casi adherido al edificio, que mis vecinos y yo habitábamos, comenzó a construirse un centro de salud de 8 pisos. A poco de mudarme, instalaron un enorme cartel para anunciar la construcción de la clínica para sus afiliados, ilustrado con una foto de una familia típica con un cielo diáfano a sus espaldas. No me preocupé por el anuncio, pensé que antes de la concreción del proyecto podían pasar años, y yo estaría viviendo en una mansión al borde de mi propio lago patagónico.
Pues no, adivinaron, falló mi análisis, y comenzó el drama. Primero, llegaron los capataces, los obreros, y luego camiones con materiales y máquinas. De repente, el lugar se llenó de sonidos: mezcladoras de cemento, palas chocando ásperas contra el piso, el rumor de los hombres levantado las paredes, y fijando las vigas.
Una mañana me despertaron los martillazos de los albañiles -dándole forma a una estructura de madera-. Estaban del otro lado de la ventana como sostenidos en el aire. Esto le había ocurrido un tiempo antes a Rita del 2º y, también, a Enrique del 3º. Mi ánimo comenzó a arrastrarse por el piso. Les contaba a mis compañeros de trabajo, a mis amigos, y amigas 'lo del departamento' y nadie podía sopesar el problema por mis lamentos inconexos. Incomprendida, en momentos abandonada por la razón, imaginaba que algo fantástico debía detener la construcción, justo, ante mi ventana. Necesitaba que se produjera un temblor localizado en esa parte de la manzana, y que los arquitectos atemorizados por la idea de los cimientos cediendo, resuelvan no continuar la obra, o que los obreros sientan la presencia de entidades, brujas, y fantasmas, y que la construcción quede abandonada y maldita para siempre.
Estas dos posibilidades me parecían más viables que presentarme ante alguna oficina del gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, y denunciar la falta de planificación urbana, preguntar por qué se había autorizado la obra, y si se harían responsables del gran perjuicio que iba a sufrir cada vecino privado de la luz del sol.
El cielo se convirtió en un pequeño recorte azul, gris o negro -dependiendo del clima y de la hora- al que los habitantes del lado B del edificio, (nosotros) accedíamos sacando la cabeza por la ventana. Ensayábamos un giro del estilo Linda Blair en “El Exorcista”, pero no tan pronunciado, para saber si, por ejemplo, estaba nublado y necesitábamos llevar algún abrigo liviano, o el sol nos iba a encandilar cuando lleguemos a planta baja, y pisemos la vereda.
El centro de salud se inauguró; las autoridades cortaron una cinta roja en la entrada, descubrieron una placa con el nombre de la clínica, y algunos afiliados aplaudieron. En cambio, yo lloraba por no ser una gótica militante, me deprimí por carecer de compromiso con el vampirismo y –por último- empecé a ahorrar plata para mudarme, otra vez. Ese ahorro me obligaba a recortar mis salidas, pasaba más tiempo encerrada y, por lo tanto, me sentía como un hámster en su ruedita oxidada.
¿Saben? La dueña del departamento no se alarmó con la noticia de mi huida. Lanzó un pequeño suspiro, y asintió cuando argumenté que su departamento se había transformado, en poco más de un año, en otro, y que ya no podía estar ahí. Ella estaba convencida de volver a alquilarlo, aún en esa versión dark del 4ºB, y seguro que fue así. Debo confesar que esperaba alguna reacción de la señora propietaria contra quienes construyeron, contra quienes habilitaron, y atentaron contra su departamento, pero no dijo nada. En ese tiempo, era tan difícil como hoy, abril del 2022, rentar un espacio para vivir en la Ciudad de Buenos Aires, y los propietarios saben que siempre hay alguien dispuesto a pagar por un espacio, sea como sea.
Recuerdo el año que pasé en el departamento de San Cristóbal como si hubiera participado involuntariamente de un experimento social digitado por una gran corporación. Pensándolo bien, no estoy tan errada. Nuestra frágil existencia depende, en parte, de políticas o falta de políticas públicas que diseñen una ciudad habitable para las mayorías. Si esto no ocurre, el mercado define quién y cómo se vive en Buenos Aires. ¿Es viable utilizar el concepto ‘calidad de vida’ en un país con cifras de pobreza altísimas? Parece un delirio palermitano del estilo empanadas en un frasco, pero no, creo que es una demanda a sostener, junto con muchas otras. Un horizonte a construir que incluya a todas las personas, sus necesidades y, por qué no, sus sensibilidades.