[Ilustración x Juan Maffeo]
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Hay palabras que condensan lo deseable de una época.
El adjetivo “luminoso”, por ejemplo, característica central del aviso clasificado de propiedades. Un departamento que no sea luminoso se vuelve difícil de alquilar, imposible de vender. Un poco como el balcón, espacio subutilizado por muchos hasta que una pandemia mortal nos hizo redescubrir sus infinitos beneficios, muchos de ellos vinculados a la capacidad de recibir luz solar directa.
1. A medida que las ciudades crecen verticalmente, la sombra se apodera de ellas y los humanos buscamos el sol, como los girasoles.
En Buenos Aires, la ciudad donde vivo, el boom constructor lleva veinte años y sigue incólume a pesar de las numerosas crisis sociales y económicas (el arquitecto Mauricio Corbalán dice que el negocio inmobiliario es la industria de la ciudad). Como resultado, lo que se construye está completamente desenganchado de las necesidades reales de los diferentes estratos sociales. No es culpa de un grupo malvado de desarrolladores sino del descalabro macroeconómico y la falta de políticas públicas que alienten otra cosa de lo que ya ocurre: la construcción de miles y miles de monoambientes de durlock o semipisos en barrios de clase alta que solo pueden adquirir millonarios o herederos.
Difícil encontrar el caso de alguna pareja o familia de una gran ciudad argentina que en los últimos años haya logrado comprar una casa o departamento luminoso como primera vivienda. Por los motivos anteriormente expuestos, estas “unidades” con vista al río o a algún parque quedan en manos del 0,1% y ni siquiera se destinan como vivienda principal. Lo más probable es que se usen como reserva de valor.
2. Hasta que no se instale con fuerza el regreso del crédito hipotecario ni se terminen de recuperar los ingresos reales de buena parte de la población, seguiremos comprando zapatillas en cuotas y departamentos al contado.
3. “El sol brilla sobre todo el mundo y no cuesta nada; en ese sentido, no tiene nada de lujoso. No obstante, según la estación y el continente, puede ser demasiado débil o demasiado abrasador, demasiado luminoso o demasiado lejano”, dice la filósofa francesa Emma Carenini. “Por lo tanto, el lujo radicará en la capacidad de los hombres para capturar los rayos del sol y transformarlos y plegarlos a las necesidades y el confort”.
Según esta mirada, que destaca por su originalidad, el lujo no radica en la exposición concreta a la luz sino en la posibilidad técnica de aprovechar sus beneficios.
Y es que cada época tiene su lujo. Al menos en Occidente, hubo un momento en el que el modelo deseable de mujer noble o de clase alta era aquella que lograba mantener una tez blanca como la leche, lo que denotaba su dedicación a la esfera doméstica y familiar. Más cerca en el tiempo, en el siglo del ocio y del turismo masivo, el ideal fue acercándose al cuerpo bronceado.
Hoy el aspiracional dominante se debate entre estos dos extremos. El blanco teta no es, como en la Edad Media, una señal de nobleza sino de déficit de vitamina D y posible pertenencia al nuevo proletariado de servicios. Al mismo tiempo aparece una preocupación en torno a la exposición prolongada a la luz solar: demasiadas horas bajo el sol caribeño te acercan al cáncer de piel. En este contexto, Carenini encuentra el ideal en el estilo de vida Mediterráneo, que es mucho más que un régimen alimentario: es un ambiente, una arquitectura y un urbanismo determinados. Y la clave está en el dominio técnico de la luz natural.
4. Al resto de los mortales nos queda la iluminación artificial. Como en Rosario, donde el gobierno corta las copas de los árboles para que las luces LED iluminen las zonas peligrosas.
No son pocos los gobiernos locales que han decidido montar campañas enteras en torno a la instalación de luminarias led, lo que al parecer y por algún motivo los habilita para hablar de “smart cities”. (La tendencia indica que si instalás seis semáforos sincronizados y cuatro plazas iluminadas como el patio de una cárcel ya podés pedir tu credencial de ciudad inteligente.)
5. Los gobiernos locales, que deberían ser el gran igualador de la vida en las ciudades, se han corrido de ese papel y desde hace más de tres décadas han decidido limitarse al rol de facilitador de inversiones privadas.
Los intendentes, alcaldes o jefes de gobierno han dejado de hacer ciudad. Como mucho, adoptan un flagship project o desarrollo estrella para que sea la vidriera de su mandato. En Buenos Aires, la celebración de unos juegos olímpicos juveniles, la creación de un “parque de la innovación” o el intento por establecer un “distrito del vino” son algunas de sus expresiones concretas. Al interior de estas porciones de ciudad, con polígonos definidos por ley, acude la inversión pública.
En muchos casos las zonas coloreadas coinciden con aquellas en las que los grandes desarrolladores ven una oportunidad. Se trata, a menudo, de áreas “degradadas” pero centralmente ubicadas a las que el Estado local comienza a dedicarle la atención que antes negaba. En general, lo estructural no importa: no hay plata, o se intuye que el tiempo que hay que esperar para ver resultados no coinciden con las necesidades políticas. Lo cosmético, en cambio, se activa enseguida: cartelería, foodtrucks, renovación de fachadas, algún festival.
No faltará el grupo de vecinos que denunciará que hay un proceso de “gentrificación” en curso, ignorando acaso que la renovación de tres cuadras medio feas de un barrio de clase media no supone el reemplazo de una población originaria de clase obrera. La llegada de una tienda de cupcakes a Almagro puede ser muchas cosas menos ese concepto proveniente de la academia anglosajona que describe hondos procesos de transformación y desplazamiento.
6. Vivimos en un país tan reventado que hemos logrado frenar, a fuerza de inviabilidad económica, las poderosas fuerzas que en otras ciudades transforman barrios enteros casi de la noche a la mañana. Pero eso no puede servirnos de consuelo. Quizás a otro ritmo, pero la renovación urbana existe y hoy la dirigen mayormente actores privados con una agenda que, por su propia naturaleza, no es la del bien común. Salvo contadas excepciones, la vida en un pedazo de verde o un cachito de sol aún está reservada solo para los pocos que pueden pagarla.
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Federico Poore es magíster en Economía Urbana por la Universidad Torcuato Di Tella (UTDT) con especialización en Ciencia de Datos. Cree que es posible hacer un periodismo de temas urbanos que vaya más allá de las gacetillas o las miradas vecinalistas. Sus dos pasiones son el cine y las ciudades.